En el siguiente ejercicio, vamos a profundizar sobre los principios epistemológicos, que hemos venido desarrollando a lo largo de estos contenidos. Por esto, le invitamos a leer las siguientes notas, referidas a los desafíos actuales en la mediación de procesos de aprendizaje. Además, le pedimos responder las preguntas que están después de estas notas. ¡Adelante!
Por Enrique Margery Bertoglia
Corría el año 2003 cuando Jorge, un brillante médico, decidió partir a Australia “a encontrarse”. Por allá conoció a su mujer y trabajó de cocinero, librero y vendedor. Un día del 2010 –harto de la aventura– regresó a la consulta médica en la clínica familiar. En su primera semana de trabajo, se encontró con dos grandes sorpresas: las familias de medicamentos le eran totalmente nuevas –¡y desconocidas!– y los expedientes físicos eran cosa del pasado, pues ahora todos los pacientes tenían expediente electrónico.
A finales del año 2004, Teresa decidió hacer una pausa en su carrera de administradora de empresas para atender a su familia. Luego, en un convulso 2010, se vio forzada a salir de la casa para apoyar a la economía familiar. Pronto consiguió empleo como gerente de aseguramiento de calidad en un call center.
Apenas nacía el 2005 cuando Lucrecia –una exitosa psicóloga– debió cerrar el consultorio para encargarse de la finca familiar. Tras casi un lustro de ver pastar al ganado, decidió retomar su vocación y optó por un cargo como psicóloga educativa en un colegio muy prestigioso. Allí, su primer reto consistió en atender a una niña víctima de ciberacoso escolar.
Alejados de su profesión por varios años, Jorge, Teresa y Lucrecia tienen algo en común: los tres vienen de un mundo en el que los medicamentos eran otros, los expedientes electrónicos eran una rareza, nadie sabía lo que era un call center, pocos hablaban de acoso cibernético y era imposible que Facebook metiera a alguien en problemas con su jefe. Así, al retomar su práctica profesional, se encontraron con un mundo laboral distinto al que dejaron atrás.
La paradoja docente. En un mundo cambiante, los estudiantes deben tener claro que su efectividad futura pasará por la capacidad de seguir aprendiendo continuamente, para poder afrontar los nuevos retos de la experiencia. Si en el pasado la graduación era la meta en la carrera del aprendizaje, en el futuro será apenas la línea de partida.
Por su parte, las universidades observan un mundo turbulento en el que los dominios de las disciplinas cambian, se traslapan e interconectan a gran velocidad. Por ello, ya no es extraña la idea de otorgar títulos profesionales por un período acotado de 5 a 10 años y someter a los profesionales a pruebas periódicas, que midan su obsolescencia.
Así las cosas, los profesores deben tener claro que su misión es educar para la incertidumbre; de ahí que su gran pregunta debería ser: ¿Cómo formamos personas para desempeñarse en trabajos que aún no han sido creados, utilizar tecnologías aún no inventadas y afrontar problemas que nosotros nunca conocimos?
Una respuesta poderosa es la que señala que, mas allá de embutirles datos y métodos, la tarea de los docentes es ayudar a los estudiantes a dominar las herramientas que les permitirán seguir aprendiendo toda la vida. El reto es enseñar al alumno a separar el aprendizaje de la enseñanza, es decir, ayudarle a tomar conciencia de que, para aprender, no siempre es necesario tener enfrente a alguien que te enseñe. Los entendidos hablan de “aprender a aprender” y sostienen que la capacidad de aumentar la experticia por cuenta propia resulta esencial en un mundo cambiante.
Rumbo al mañana. ¡Cómo ha cambiado la visión del profesorado y su misión! En el siglo XIX, el profesor debía enseñar (debía saberlo todo para llenar las cabezas vacías de aquellos que no sabían nada); el siglo XX maduró la idea de que la misión del docente era ayudar al alumno a aprender. Por su parte, el siglo XXI apunta a que el verdadero reto del educador sea ayudar a sus estudiantes a aprender a aprender.
Los optimistas apuntan que, con el paso del tiempo, la tarea del profesor se ha vuelto más interesante, retadora y compleja; los pesimistas reclaman el hecho de que, en pleno siglo XXI, seguimos preparando profesores para el siglo XIX.
No deja de extrañar que la educación se haya tomado unas cuantas centurias para hablar de “aprender a aprender”, dado que –en teoría– su papel es formar para la autonomía del individuo. Después de todo, un estudiante es un individuo que va camino a un futuro en el que encontrará trabajos que aún no han sido creados, empleará tecnologías aún no inventadas y deberá afrontar problemas que sus profesores nunca conocieron.
Artículo tomado deLa Nación
La universidad debe preparar para lo que exige el mundo laboral
Apenas graduada de psicóloga, Marta consiguió un buen trabajo en una fundación. Pronto sus ideas sobre “atención de comunidades en riesgo” llamaron la atención de su jefatura, que la alentó a concretar el proyecto y le pidió plasmar una propuesta “para conseguir fondos de la cooperación internacional”. Ese día, Marta descubrió que sabía mucho de riesgo social y de intervención comunitaria, pero de estructurar propuestas ¡no tenía idea!
Con dos años de haberse graduado como administrador, Daniel debió asumir su primer reto de dirigir a otras personas. De sus clases y libros sabía que debía planificar, decidir y controlar. Empero, cuando tuvo que hacer frente a un grupo desanimado por la última reestructuración, se preguntó: ¿Cómo emociono a este grupo? ¿Cómo comunico un sentido de propósito? Es decir, ¿cómo lidero? Pronto descubrió que de liderazgo le habían hablado mucho, pero enseñado poco.
Seis temas. Estudiando situaciones de éxito y fracaso de profesionales recientemente graduados (algo que los entendidos llaman incidentes críticos de la práctica profesional) hemos dado con una serie de temas doblemente importantes pues, aunque son cruciales para afrontar con éxito situaciones complejas del ejercicio profesional, no son enseñados de manera sistemática en nuestras universidades. Algunos de estos temas son:
Formular iniciativas y proyectos. Este capítulo incorpora capacidades como saber definir objetivos, fijar metas, establecer prioridades y razonar plazos.
“Hacer redes”. Una de las capacidades más importantes para el éxito profesional es la de saber construir relaciones. Dado que “nadie es una isla”, es clave dominar estrategias para identificar personas y grupos que pueden ser útiles en el logro de metas y expandir continuamente nuestra red de contactos.
Destreza comunicativa. El mundo está lleno de sabiondos que “conocían la respuesta”, pero no supieron “vender la idea”. La destreza comunicativa remite a individuos que se expresan con fluidez y seguridad, que exhiben buena dicción, saben escuchar y dominan estrategias para persuadir a otros.
Trabajar con otros. Algunos dirán: “Todo el tiempo ponemos a los alumnos a trabajar en grupo”. Habrá que aclarar que una cosa es mandar a un grupo de gente a ocuparse de algún tema y otra –muy distinta– es enseñarles las estrategias y habilidades para ser efectivos trabajando juntos (v. gr.: capacidad de escucha, inteligencia interpersonal, etc).
Liderar equipos y proyectos. En un cruce de caminos entre la razón y la emoción, el liderazgo involucra la capacidad de manejar grupos, construir y comunicar visiones atractivas y contagiar a otros de entusiasmo para impulsarlos a actuar...
Tomar la iniciativa y correr riesgos calculados. Al correr riesgos y actuar en lugar de esperar a que otros digan qué hacer, nos ponemos a prueba y desarrollamos las competencias asociadas con la efectividad personal (seguridad, flexibilidad, tolerancia a la frustración, etc.).
Cabe apuntar que estos saberes se traslapan y apoyan unos a otros. Además, resultan transdisciplinares, es decir, relevantes para el éxito profesional en cualquier disciplina.
Así las cosas, las universidades deberían estudiar los incidentes críticos de la práctica profesional de sus graduados (¿cómo prepararlos para afrontar los retos, si no conocemos dichos retos?) y tener presente que las capacidades que hemos apuntado no se desarrollan “a punta de pizarra”, sino que involucran metodologías como la “exposición” y el “aprendizaje por la experiencia”.
Hay quien dice que estos recursos se aprenden “en la calle”. Empero, la realidad es otra y todos los días encontramos profesionales –con muchos años de ejercicio– incapaces de formular un plan coherente, convencidos de que “pueden solos”, con enormes dificultades para hacerse entender, problemáticos al punto de ahuyentar a cualquiera que intente colaborar con ellos, desabridos a la hora de contagiar de entusiasmo a otros o completamente renuentes a tomar la iniciativa y correr riesgos.
El punto es que, por ser cruciales en la práctica profesional, las universidades no pueden desentenderse de estos saberes. Después de todo, de la mano del filósofo romano Séneca nos llega la directriz “Non scholae, sed vitae discimus” (Aprendemos para la vida, no para la escuela).
La esperanza activa o pasiva modela nuestra relación con el mundo
Nando no puede creer lo que ven sus ojos: ¡Un 22 en el examen de matemáticas! Pronto, hace un recuento de los eventos que condujeron a ese resultado: primero, la maestra había dicho que repasaran los capítulos 4 y 5, y ¡salió con una pregunta del 3!; segundo, la aventajada Anita, que le había prometido que estudiarían juntos, se resfrió y nunca llegó, y tercero, su madre, que debía despertarlo a las 7 de la mañana –pues la prueba arrancaba a las 8–, lo había sacudido a las 7:15.
Para Nando, las razones de su fracaso están claras: la traicionera maestra, la enfermiza Anita y su despistada madre.
¿Dónde está el control? La “externalización de la responsabilidad” es la tendencia a atribuir la causa de las contrariedades a factores externos, tanto personales (“el profe, que no me quiere”, “el colega inútil”, “el jefe al que le caigo mal”, etc.) como impersonales (la mala suerte, el injusto sistema de evaluación o el destino cruel).
Claro está, los malos resultados tienden a ser una mezcla de causas y azares, y yerros y aciertos –tanto propios, como de otros–. Empero, la externalización asume, de partida, que la causa siempre está “fuera de uno”. Al hacerlo, debilita el compromiso, pues siempre es más sencillo buscar un culpable o inventar una excusa que dar la cara.
El psicólogo J. B. Rotten acuñó el término locus de control –es decir, “lugar de control”– para describir la mayor o menor tendencia de las personas a responsabilizarse por los eventos que experimentan. Luego, las personas con mayor orientación al locus de control interno perciben que los eventos están bajo su control personal y ocurren como resultado de sus propias acciones. En general, atribuyen sus logros a su propio esfuerzo y habilidades, pero también aceptan sus fracasos y experimentan la culpa y la vergüenza con gran intensidad.
Por su lado, los individuos con tendencia al locus de control externo tienden a ubicar el control fuera de ellos y atribuyen sus éxitos a la buena suerte, consideran que la casualidad resolverá sus problemas y achacan sus fracasos a la mala suerte o a la mala voluntad de otros. “¡Aquí no hay nada que hacer! Entre mi mamá, Anita y la profe... ¡me hundieron!”, se lamenta Nando.
Actuar o esperar. Ahora bien, nuestra externalidad y locus de control influyen en cómo vemos el futuro y sus posibilidades. En esta línea, Nancy Morales de Romero, experta en psicología social, describe dos tipos de esperanza.
La esperanza activa privilegia el actuar para convertir los sueños en realidades. Se muestra en individuos que creen tener una cierta capacidad de predicción y control sobre los eventos futuros, que planifican y ejecutan acciones y confían en que su desempeño se traducirá en los resultados deseados.
Por su parte, la esperanza pasiva sostiene la creencia de que las cosas ocurrirán simplemente porque son deseadas. Los factores que alimentan esta esperanza incluyen ilusiones, presentimientos, anhelos y deseos.
Morales de Romero encontró una correlación negativa entre ambas esperanzas: cuando la activa sube, la pasiva baja, y viceversa. Además, la esperanza activa es un buen predictor del rendimiento académico en el bachillerato.
Todo lo contrario ocurre con la esperanza pasiva: cuanto mayor, peor es el rendimiento.
Inundado de externalización y esperanza pasiva, Nando espera que “algo ocurra”: acaso su profesora “lo trate bien”, el siguiente examen “esté fácil” o le funcionen los calcetines “de la buena suerte” que le regaló su tía.
Desafortunadamente, nuestro estudiante no es muy fuerte en esperanza activa; es decir, en buscar más horas de estudio, un grupo de compañeros para hacer ejercicios, algo de lectura extra, consultas a sus profesores –y a Anita–, etc.
En un universo en movimiento, la esperanza está asociada con la acción
Lejos de ser pura ilusión, pasividad y espera vana, la esperanza activa se niega a externalizar y está unida al compromiso personal.
Termino un taller en Ciudad de Guatemala, y salgo a caminar. En una esquina de la zona rosa, una curandera maya vende collares de piedra y pequeñas tarjetas en las que condensa la milenaria sabiduría de su pueblo. Una de ellas dice: “Cuando quiero algo, me lo pido a mí misma”.
¿Considera que los retos planteados, por el autor de las notas, se aplican a su contexto inmediato?
¿Cuáles de los principios de educación de adultos, vistos en el apartado anterior, se retomaron en estas notas?
¿Qué acciones tendríamos que emprender, como educadores, para incentivar una mejor educación, a partir de las reflexiones propuestas en las tres notas?
Para ampliar este tema, podemos leer el siguiente artículo, que versa sobre la relevancia de la epistemología de la educación a distancia para entornos de educación superior virtuales, con Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC).
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